Progresivamente el Territorios va dejando de ser el festival perroflauta y buenrollista (que también, aunque el día de los conciertos gratis estuviera este año deslucido por tormentas torrenciales) para convertirse en la cita ineludible que tiene esta ciudad con el primer mundo en lo que a industrias culturales se refiere. Porque, que en un área metropolitana de un millón de habitantes no hubiera hasta hace un par de años citas como esta, días en los que ver a glorias del indie estatal y a dinosaurios del pop-rock de esas que tanto gustan de hacer el agosto a costa de concejalías de cultura que buscan la gloria fácil y rápida, era cuanto menos inexplicable. Poco a poco Sevilla va entrando en la ¿perversa? dinámica del 'macro-concierto alternativo' y, visto lo visto, no está muy claro con qué signo interpretar este ¿avance?
Dijo Kiko Amat, en un artículo que enumeraba argumentos que no por repetidos dejan de ser lucidísimos, que "la ecuación 'si ver a 1 grupo mola, ver a 750 seguidos molará 750 veces más' no computa". Obvio. Así que sacrificamos al Señor Chinarro, que además mira que está espesito el hombre ahora que lleva el costumbrismo a extremos, con tanto santo y tanto Jesús del Gran Poder, y no le echamos demasiada cuenta (por espesez y porque tiraba más la cerveza con N., la verdad).
El primer objetivo, antes, era escuchar a Caribou y comprobar si la apabullante máquina sónica del Andorra iba a resistir al formato presencial. Y no pero sí, porque los de Dan Snaith no se defienderon demasiado mal: mucho pregrabado y machaque percutivo para enfilar momentos realmente chulos, llenos de psicodelia contenida, melodías brillantes e inmediatez artificiosa. Cien veces mejor cuando se acordaban de que son fans de Brian Wilson que cuando languidecían hasta extremos peligrosamente parecidos a los peores tics de Mogwai, eso sí.
Justo después, Yo la tengo. Aquí no se esperaban sorpresas: correctos a más no poder. Veinticuatro años tocando, sin caerse de su pedestal de luminaria indie-rock, significan suficiente solidez como para montarse hora y pico de espectáculo arrollador sin apenas pestañear. Lo que ya sabemos: melodías legañosas, shoegazing, folk, pinceladas intimistas entrañables y largas catársis ruidistas. Enormes, talentosos, efectivos, imponentes... pero como ya lo sabíamos, dio para un rato la mar de agradable pero no demasiado memorable. Difícil que es una para las grandes estrellas, perdónenme.
Y luego, lo de los New York Dolls... Aquello, por seguir la cita de arriba, era "la sublimación máxima de la idea de la música como máquina productora de dinero, en su manifestación física más nuremberguiana", claro estaba. No hay otra forma de explicar qué leches hacíamos allí mirando ensimismados a aquellas caricaturas supervivientes llamadas David Johansen y Sylvain Sylvain. ¿Que no sonaban tan mal? Pues vale, pero yo de los megavatios de electricidad que recorren el disco de 1973 no vi ni chispa. Y sin calambres no hay diversión.
La involución es como si, treinta y cinco años después de haberse teñido la herencia hard-rockera con pigmentos de glam y protopunk y ponerse superguapos, se les vieran las raíces. El hard-rock no mola nada (porque está demasiado cerca del 'cock-rock', entre otras razones prejuiciosas mías), eso es indiscutible, y hacer una versión del Piece of My Heart de Janis Joplin mucho menos. Envejecer haciéndose jipi es poner en evidencia que nunca te enteraste de nada... lo afirma tajantemente una que ni siquiera tuvo paciencia para tragárselos enteros y se perdió la recreación del Personality Crisis, que dice Blas que fue "desmelene absoluto". Permítanme que lo dude, que ya vi que les queda demasiado poco pelo para tal despliegue.
Que termine el Amat, ya que estamos: "se impone plantearse si otras formas de presenciar la fabricación de música pop son factibles. Formas más baratas, menos centralizadas, menos masificadas, más cercanas y más humanas." Menos espectáculo llenaparques y más conciertos buenos, ¡hostia!
Andorra de Caribou (Merge, 2007). Descargar